viernes, 14 de junio de 2013

Strangers when we meet (Richard Quine, 1960)



Un extraño en mi vida (Strangers when we meet) de Richard Quine (1960), no es una cinta especialmente conocida, quizás porque Quine no es un artesano tan reputado como otros en Hollywood, en la época dorada de los estudios.

Sin embargo se trata de una auténtica obra maestra. Como melodrama tiene el empaque de los clásicos de Douglas Sirk, aunque su visión de la vida resulta mucho más amarga. De hecho se trata de una de las historias de amor menos complacientes que se han llevado jamás al cine, contada, eso sí, con una precisión matemática a la que no es ajena la realización del guión por parte del novelista Evan Hunter.
Sería injusto sin embargo ignorar el papel fundamental que juega la arquitectura en ella, por más que en una primera visión resultemos atrapados por la trama de la infidelidad conyugal, y esto debido al realismo con el que está tratada. Kim Novak está perfecta en su papel de mujer algo misteriosa y con mucho pasado –ése que la consagraría en Vértigo de Hitchcock. En cambio Kirk Douglas va más allá de la perfección, dado que el dramatismo contenido de su personaje está muy lejos de su habitual registro entre alegre y cínico.

 
Larry Coe (Douglas) es un arquitecto detenido en mitad del camino de su vida. Casado con una bella mujer, con dos hijos, está en esa zona gris en la que uno descubre que todo aquello que has conseguido pesa tanto como aquello a lo que has renunciado. Ejerce su profesión de manera independiente porque todavía tiene aspiraciones. Por eso ya no trabaja para una compañía, lo que supone ingresos menos seguros. Algo que su mujer (la muy guapa Barbara Rush en representación del matriarcado americano) le recuerda en cuanto tiene ocasión. Y aquí es donde se cruzan dos azares en su plácida vida: Maggie (Novak) madre de un compañero de colegio de su hijo mayor, por una parte, y el proyecto de construir una casa para el escritor de éxito Roger Altar (Ernie Kovacs). El contrapunto entre el arquitecto y su cliente no puede ser, en principio, mayor. Coe es la solidez personificada y Altar un cínico playboy. 

Douglas se enamorará perdidamente de la carnal Maggie, siendo infiel a su mujer y, a partir de allí, toda su vida empieza a desmoronarse. El edificio que trata de levantar -la misma América y su sueño traicionado- no tiene pilares que lo sostengan, si no es dentro de un amor verdadero y de un mínimo de moral.

América ya no es lo que era.

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© Daniel Arana García de Leániz
Junio 2013

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