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domingo, 29 de diciembre de 2013

Antonio Ramos Rosa: Um caminho de palavras/Un camino de palabras


Sem dizer fogo – vou para ele. Sem enunciar as pedras, sei que as piso – duramente, são pedras e não são ervas. O vento é fresco: sei que é vento, mas sabe-me a fresco ao mesmo tempo que a vento. Tudo o que eu sei, já lá está, mas não estão os meus passos e os meus braços. Por isso caminho, caminho porque há um intervalo entre tudo e eu, e nesse intervalo, caminho e descubro o meu caminho.

Mas entre mim e os meus passos há um intervalo também: então invento os meus passos e o meu próprio caminho. E com as palavras de vento e de pedra, invento o vento e as pedras, caminho um caminho de palavras.


Caminho um caminho de palavras

(porque me deram o sol)

e por esse caminho me ligo ao sol
e pelo sol me ligo a mim



E porque a noite não tem limites

alargo o dia e faço-me dia

e faço-me sol porque o sol existe
Mas a noite existe
e a palavra sabe-o




Sin decir fuego – voy hacia él. Sin enunciar las piedras, sé que las piso – con dureza, pues son piedras, no hierbas. El viento es fresco: sé que es viento, pero me sabe a fresco y viento a la vez. Todo lo que sé, ya está allí, pero no están mis pasos ni mis brazos. Por eso camino, camino porque hay un intervalo entre todo y yo, y en ese intervalo, camino y descubro mi camino.


Pero hay entre mí y mis pasos también un intervalo: así que invento mis pasos y mi propio camino. Y con las palabras de viento y piedra, invento el viento y las piedras, camino un camino de palabras.



Camino un camino de palabras

(porque me dieron el sol)

y por ese camino me uno al sol
y por el sol me uno a mí



Y porque la noche no tiene límites

expando el día y me hago día

y me hago sol porque el sol existe



Pero la noche existe,

lo sabe la palabra.




* De  la antología Sobre o Rosto da Terra, (1961), traducido por Daniel Arana García de Leániz

L' Enfer de Henri-Georges Clouzot


Henri-Georges Clouzot decidió en 1964 filmar L'ENFER, una enfermiza historia de celos con la magnífica Romy Schneider, ya obviamente alejada del meloso papel de Sissi, y convertida aquí en el estereotipo de mujer independiente de los años 60.

Clouzot abandonó, empero, el proyecto, por diferentes motivos que incluían disputas entre los actores, problemas de salud...etcétera, y en 2009, el productor y realizador (y coleccionista nato) Serge Bromberg se quedó encerrado tres horas en el ascensor con la viuda de Clouzot y ésta le cedió las 185 bobinas.


Así las cosas, y exhumadas las bobinas, Bromberg permitió con su buen hacer que exista hoy un documental casi tan fascinante como lo hubiera sido la película, integrando a otros dos actores, que interpretan ciertas escenas, para poder seguir el conjunto de la historia. La película prometía, en efecto, romper con las formas estéticas anteriores, dando un tratamiento del color ciertamente hipnótico, unos efectos musicales electro-acústicos totalmente novedosos, suspense y tensión palpables en cada plano...etcétera.

Cada imagen del documental es única e irrepetible. Y es cierto que Claude Chabrol hizo su propia versión en 1994. Pero esa es otra historia.

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© Daniel Arana García de Leániz
Diciembre 2013

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Escribir tras el Muro

Me hubiera sido más fácil aceptar un estado de locura
que aquella terrible barrera invisible


Detrás de un muro puede no haber nada. O puede haber una mujer de cuarenta años. O todo un mundo. O quizás el último de los mundos.

La novela de la triste e injustamente olvidada Marlen Haushofer explora los miedos más infinitos del ser humano: miedo a lo diferente, a lo desconocido, a cambiar. Vivimos, no por nada, una existencia basada en la mentira de la magancería social en la que nos hemos agazapado nosotros mismos, un entorno no hostil, en lo hospitalario.

A la manera de un Robinson Crusoe femenino y postmoderno, la isla solitaria es aquí una cabaña de caza en medio de las montañas más agrestes, mientras crece, alrededor de ésta, un muro invisible que la encierra y separa del resto del mundo.

La supervivencia del personaje de Haushofer pasa por tomar el control absoluto de ese fragmento de mundo que le ha quedado. Igual que en The House on the Borderland, de Hodgson, lo hostil es precisamente lo que hay fuera, sólo que en este caso ni siquiera sabemos ni sabe ella qué hay con exactitud.

Supone el libro una suerte de diario, esto es, narración introspectiva en su propia inefabilidad, y la escritora, transmutada en su personaje, es consciente de que será el último relato que escriba en mi vida porque en cuanto lo termine no habrá en toda la casa ni un trocito de papel sobre el que poder escribir.

Haushofer elabora una total y absoluta poética del aislamiento, en el que se acepta –con suma placidez, diría yo- la situación, tratando de sobrevivir. Debe de verse, por otra parte, como una descripción de una época –los ecos de Camus y La Peste nos son cuando menos evidentes, si no necesarios- y de una forma de vivir la vida impuesta por los elementos, como es patente en el caso de este libro, que, despojado a conciencia de la idiocia de ciertos artificios narrativos típicos de la década de los sesenta, por otro lado, constituye una auténtica obra de arte a (re) descubrir.

La historia de esta mujer a la que ya no le importa su nombre, es también nuestra historia, la que hemos de vivir alguna vez, o la que ya hemos de interrumpir por no querer continuar viviendo. Son nuestras también esas pérdidas, las incapacidades de lo cotidiano. No hay peor fin del mundo que ser arrebatados del recodo falso en el que se nos ha permitido –bajo nuestro consentimiento o sin él- vivir.

Que nadie espere entre sus páginas un plácido mensaje de salvación, la salvación está dentro de esa cabaña, no fuera, tras el Muro. Símbolo este tan místico como la Casa en sí misma, es materia frente al espíritu. Quizás la pared que cierra el espacio, un espacio que ya ha dejado de serlo. Es detención, resistencia y límite per se.

Si hay, dejémoslo así, una forma de sobrevivir a la hecatombe que devenga, sea pues ésta –Haushofer inspira tendencia, al cabo- no sólo la lectura, sino la escritura, como si se tratase de la isla de Poe –The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket- que ha sido escrita en todos y cada uno de sus recodos.

Escribir tras el Muro es el emblema principal en el escudo último de la supervivencia.



© Daniel Arana García de Leániz
Diciembre 2013

lunes, 21 de octubre de 2013

The Body Stealers (Gerry Levy, 1969)

La productora británica Tigon había disfrutado de un gran éxito en su momento con Witchfinder general (1968) y The Curse of the Crimson Altar (1968), pero por alguna razón el productor Tony Tenser decidió que no había necesidad de diversificar y atraer a un mercado diferente, y en verano de 1969 se estrena esta atípica mezcolanza de The Body Snatchers (1956), el fenómeno 007 y, por supuesto, el doctor Who.

Ignorada, vilipendiada y sobre todo olvidada, se trata de un más que interesante producto de la sci-fi británica, a la espera de recibir una edición en DVD en nuestro país:

Cuando dos grupos de once paracaidistas desaparecen a mitad de salto, el hombre del ministerio Hindesmith (Allan Cuthbertson), encarga al General Armstrong (magnífico George Sanders) y al diseñador de paracaídas Jim Radford (Neil Connery, hermano de Sean) buscar un investigador, que será el mujeriego Bob Megan (Patrick Allen), que en un principio no cree que nada misterioso esté sucediendo.

Pero Megan empieza a descubrir cosas extrañas, como que en uno de los lugares de aterrizaje original se encuentre una hebilla del paracaídas, o que la primera noche, en el hotel de la playa, se encuentre con Lorna (Lorna Wilde), una misteriosa mujer que aparentemente también desaparece inesperadamente.

Megan descubre un denominador común: que los once paracaidistas desaparecidos habían sido entrenados para viajes espaciales, y por ello decide detener todos los saltos hasta que se entere de lo que está pasando. Pero cuando uno de los paracaidistas regresa, y muere antes de revelar nada, dos doctores (Maurice Evans y Hilary Dwyer) encuentran radioactividad en su cadáver, y los acontecimientos se precipitan hacia un impredecible desarrollo.

Evidentemente, y aunque estemos lejos de una obra maestra del fantástico británico -pero tan digno como casi todos los productos de aquella época, incluyendo los de la Hammer, y superior a Moon Zero Two, del mismo año, por ejemplo- nos hallamos ante un divertido, solvente y sobre todo, peculiar producto de la serie B más entrañable, con una excelente ambientación, un reparto de lo más british y lograda en el sentido de que se trata de una obra de poco presupuesto, pero resuelta con la suficiente inteligencia como para que el espectador no pierda el interés a través de su hora y media. Único film de su realizador, Gerry Levy, dedicado luego a labores de producción para Attenborough o Pollack, nada menos.


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© Daniel Arana García de Leániz
Octubre 2013

jueves, 3 de octubre de 2013

Witchcraft (Brujería, Don Sharp, 1964)

Recién aparecida en DVD en nuestro país, Don Sharp ofrece una de sus mejores obras cinematográficas. Acababa de terminar otra de sus maravillas, “Kiss of the vampire” (1963), para la Hammer, y, aunque se trata de un título evidentemente encuadrado en la serie B británica, resulta un producto de renombre por muchos aspectos. Harry Spalding escribe un inteligente guión, constituyendo éste una interesante aportación a la no muy amplia filmografía sobre la temática de la brujería, centrada en un lejano y ancestral enfrentamiento existente casi shakespeariano entre la familia de los Whitlock, que en el siglo XVII se caracterizaron por su prácticas de brujería, y los Lanier, que en su momento aprovecharon aquella circunstancia para adueñarse de sus propiedades. 

Todo ello en el ámbito de la campiña inglesa, donde tres siglos después un descendiente de estos últimos, aliado con un promotor inmobiliario sin escrúpulos, ha profanado el viejo y abandonado cementerio de los Whitlock. Contra ello se opondrá el viejo heredero de la misma, Morgan (Lon Chaney, Jr.), quien no dudará en ponerse infructuosamente al avance de la excavadora -que dejará abierta una lápida-, quejándose a Bill Lanier (Jack Hedley), el cabeza de la familia, corresponsable de las obras, aunque en el fondo había ordenado que tal cementerio se respetara. Será el inicio de toda una pesadillesca historia, con la resurrección de Vanessa Whitlock (Yvette Rees), la joven que tres siglos antes fuera condenada por los antepasados de los Lanier a ser enterrada viva, y que desea poner en práctica su plan de venganza. 

Hasta aquí la sinopsis, que no resulta novedosa especialmente, y quizás allí es donde reside su encanto, por sus lugares comunes bien revisados. Recordará al avezado espectador a obras magistrales como The night of the demon (1957), La maschera del demonio (1960), y productos más que notables como The night of the eagle (1961) o la extraordinaria City of the dead (1960). Una historia que, como todos los títulos antes citados, presenta el contraste del atavismo de una maldición del pasado en el seno de una rivalidad contemporánea, que se sigue manteniendo dentro de una sociedad que conserva aún los rasgos de la misma –la presencia de la mansión de los Lanier, de la que se logra una estupenda utilización dramática; el aquelarre que comanda el viejo Morgan, precisamente en el subsuelo de dicha mansión, al que se accede por el pasadizo que se encuentra en la cripta de la primera de las familias citadas. 

Lastrada quizás solo por una chirriante banda sonora y algunos impresentables zooms, que le impiden alcanzar el rango de obra maestra, Sharp consigue atraparnos en una propuesta quizá no excesivamente original, pero sí suficientemente provista de interés.

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© Daniel Arana García de Leániz
Octubre 2013









lunes, 24 de junio de 2013

ANOCHE SOÑÉ QUE VOLVÍA A MANDERLEY (o El Extraño Caso del Dr. MacGuffin)



El martirio que sufre Joan Fontaine en “Rebecca”, el sueño de Gregory Peck en “Spellbound”, el intento de envenenamiento de Ingrid Bergman en “Notorious”, el ataque de los pájaros a Tippi Hedren en “The Birds”, los terribles asesinatos de Janet Leigh, del espía Gromek, Karin Dor, o de la mujer de Blaney en “Psycho”, “Torn Curtain”, “Topaz” o “Frenzy”, respectivamente…son varias de las cuestiones que han quedado para el inconsciente colectivo en los que nos confesamos fanáticos de Alfred Hitchcock. 


Su obsesión por sexualidades malsanas, psicoanálisis, violencia, la mentira…todo ello hace de su cine algo mágico, que no envejece; películas en su haber que ganan con cada visionado. En fin, estamos ante uno de los genios eternos de la cinematografía.


De Alfred Hitchcock poco puedo decir que no sea conocido. Nació en 1899 en Inglaterra y moriría en Estados Unidos en 1980. Su estricta educación católica, su relación freudiana con su madre, y si esto lo unimos a su aspecto, hicieron de él un niño tímido y apocado, rasgos que le acompañarían el resto de su vida. Tras morir su padre, tuvo que comenzar a trabajar en una compañía de telégrafos, aunque la pasión por el cine ya había comenzado. En poco tiempo y con pocos trabajos realizados se convertiría en todo un símbolo del cine británico. En 1937 se trasladaría a Estados Unidos y comenzaría el mito. Eterno candidato a los premios Oscar, nunca ganaría ninguno, excepto el honorífico en 1968.


Genio que, como todos los que ha habido a lo largo del siglo, también cometió sus errores: entre ellos, destacaría su un tanto infantil y maniquea visión de la Guerra Fría –“Torn Curtain” y “Topaz” pecan a veces de dicha visión, irremediablemente- su en ocasiones incomprensible tendencia al “miscasting” –casos flagrantes como el de Sean Connery en “Marnie” o Frederick Stafford en “Topaz”, la tantas veces injustamente vilipendiada película del maestro- o, desde luego, un desaforado uso de la transparencia.


El director francés François Truffaut comentará: “Observando el trabajo de Hitchcock se da uno cuenta de que a todo lo largo de su carrera ha intentado construir films en los que cada momento fuese un momento privilegiado, films, como dice él, sin agujeros ni manchas (…) en cada película de Hitchcock se observa que cada una de las escenas son privilegiadas, dos escenas de suspenso no pueden ser separadas por una corriente, (…) Hitchcock tiene horror a lo corriente. El Maestro del suspense es también el de lo anormal” (El cine según Hitchcock, Madrid: Alianza editorial, 1974, p. 12).


Actualmente, cuando el cine se ha ido degradando, con honrosas excepciones, hasta lo banal, carente de ideas, y en un momento en el que cualquier insensatez se supervalora ad nauseam, no nos queda más que seguir reivindicando a un Maestro con mayúsculas, uno de esos pocos directores de los que prácticamente todo el mundo ha visto alguna de sus películas, o conoce a la perfección alguna de sus secuencias.


Para nosotros, hoy y siempre, Hitchcock.


© Daniel Arana García de Leániz
Junio 2013 

viernes, 14 de junio de 2013

Strangers when we meet (Richard Quine, 1960)



Un extraño en mi vida (Strangers when we meet) de Richard Quine (1960), no es una cinta especialmente conocida, quizás porque Quine no es un artesano tan reputado como otros en Hollywood, en la época dorada de los estudios.

Sin embargo se trata de una auténtica obra maestra. Como melodrama tiene el empaque de los clásicos de Douglas Sirk, aunque su visión de la vida resulta mucho más amarga. De hecho se trata de una de las historias de amor menos complacientes que se han llevado jamás al cine, contada, eso sí, con una precisión matemática a la que no es ajena la realización del guión por parte del novelista Evan Hunter.
Sería injusto sin embargo ignorar el papel fundamental que juega la arquitectura en ella, por más que en una primera visión resultemos atrapados por la trama de la infidelidad conyugal, y esto debido al realismo con el que está tratada. Kim Novak está perfecta en su papel de mujer algo misteriosa y con mucho pasado –ése que la consagraría en Vértigo de Hitchcock. En cambio Kirk Douglas va más allá de la perfección, dado que el dramatismo contenido de su personaje está muy lejos de su habitual registro entre alegre y cínico.

 
Larry Coe (Douglas) es un arquitecto detenido en mitad del camino de su vida. Casado con una bella mujer, con dos hijos, está en esa zona gris en la que uno descubre que todo aquello que has conseguido pesa tanto como aquello a lo que has renunciado. Ejerce su profesión de manera independiente porque todavía tiene aspiraciones. Por eso ya no trabaja para una compañía, lo que supone ingresos menos seguros. Algo que su mujer (la muy guapa Barbara Rush en representación del matriarcado americano) le recuerda en cuanto tiene ocasión. Y aquí es donde se cruzan dos azares en su plácida vida: Maggie (Novak) madre de un compañero de colegio de su hijo mayor, por una parte, y el proyecto de construir una casa para el escritor de éxito Roger Altar (Ernie Kovacs). El contrapunto entre el arquitecto y su cliente no puede ser, en principio, mayor. Coe es la solidez personificada y Altar un cínico playboy. 

Douglas se enamorará perdidamente de la carnal Maggie, siendo infiel a su mujer y, a partir de allí, toda su vida empieza a desmoronarse. El edificio que trata de levantar -la misma América y su sueño traicionado- no tiene pilares que lo sostengan, si no es dentro de un amor verdadero y de un mínimo de moral.

América ya no es lo que era.

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© Daniel Arana García de Leániz
Junio 2013

miércoles, 12 de junio de 2013

El Año Pasado en Marienbad (Resnais, 1961)



Posiblemente una de las películas más fascinantes es también una de las que menos argumento contendría, de ser resumida. Es una de sus cualidades más aparentes.

De la mano del director Resnais y del guionista y afamado escritor de la nouveau roman Robbe-Grillet, El año pasado en Marienbad (1961) viaja a través del tiempo y la memoria para engarzarse en ambos, sin dejar tiempo a la elucubración poética. Es, digamos, virulentamente enigmática. Incluso la película más enigmática de la historia del cine, valga tamaña hipérbole. La incertidumbre, y el interrogante no respondido sobre qué es el tiempo… ahí es donde El año pasado en Marienbad plantea el juego, la percepción del tiempo cuando se mezcla con nuestros recuerdos, a la vez que estos se mezclan con nuestra imaginación, de forma constante. No hay tiempo para lo REAL en esta película, y el que parta de ella con concepciones realistas se dará de bruces contra la fuerza verdadera del film.

No hay clave para esta obra de arte, salvo las sensaciones e interpretaciones suscitadas. Cada fotograma está calculado al milímetro para que el espectador se convierta en uno más de los que atraviesan sus pasillos. Y en esta singular fuerza estética reside la base de la película: la plasmación en imágenes de aquello que pertenece a la mente.

La primera voz que se escucha en el filme es la del narrador, que va diciendo al principio sin que se le entienda muy bien, y luego cada vez más claramente; "Una vez más recorro estos pasillos, atravieso estos salones y galerías en este edificio de siglos pasados...", mientras la cámara avanza por los interiores de un gran hotel barroco.


Tenemos a X, que intenta persuadir a una mujer casada, A, de que abandone a su marido, M, y se fugue con él, basándose en una promesa que ella le hizo cuando se conocieron el año anterior en Marienbad. Pero la mujer parece no recordar aquel encuentro.


¿No recuerda aquella ocasión?…será la pregunta de uniformidad desorbitada, y jamás respondida.Y así, poco a poco, a través de fragmentos de conversación, planos de personas cuidadosamente situadas o de grupos estáticos, la película va creando su perturbador universo, que puede ser real o imaginario. 


Los tres personajes principales comenzarán a revelar sus respectivas identidades y todo ello tiene lugar en una delicada fusión entre pasado y presente, donde ya se nos hace saber que no hay nada seguro. Donde el todo es la armonía que tiende a afectar directamente a la sensibilidad perceptiva del espectador. Es una patina genial, una serie de mágicas fotografías únicas. Es la decencia cuestionable de las preguntas sin responder.

Y sí, el film sugiere muchas preguntas más. Mas nuestra labor consistirá no ya en responderlas, actividad que se antoja ardua, sino en discernir al menos si lo que vemos es cierto, o solo un sueño concoide, uno de esos que sólo se dan muy de vez en cuando en el arte, cuando éste es elevado a categorías así.

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© Daniel Arana García de Leániz
Enero 2012 (rev. julio 2013)