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lunes, 3 de febrero de 2014

Aquellos espantapájaros de carreteras perdidas

Scarecrows are beautiful.
[…]
A crow isn't afraid of a scarecrow. It laughs.


Necesitarse en medio de carreteras vacías es casi obligado. 


Max (Gene Hackman) y Lion (Al Pacino) son hostiles al principio, y de ahí llegan a la tolerancia, al compañerismo más fuerte posible. La dependencia emocional está servida. Son vagabundos, en efecto, que piensan diferente: el ex presidiario Max, que quiere abrir un negocio en Pittsburgh, y Lion, que después de cinco años embarcado, quiere ver a aquella novia que una vez dejó embarazada, y al hijo que no conoce. Son casi cowboys de medianoche, muy a pesar de esta película, que ha sido conscientemente ignorada en pro de la otra.

SCARECROW (1973) (de) muestra los paisajes rurales, urbanos y suburbanos con un realismo y cromatismo natural inigualable en una época del cine en la que no sobresalen precisamente grandes obras maestras. No lo es ésta, ni falta que le hace. Sobra con dos portentos de la interpretación –eso sí, negacionistas de Hackman y Pacino, abstenerse- y sus lances cómicos, la ternura desprendida en cada diálogo, la coherencia personal y técnica, el dinamismo social. 

La magia, pese a resultar un producto que utiliza conscientemente las artes de Hackman y Pacino, está en crear una suerte de personajes secundarios, sempiternos losers del mejor cine americano, recuérdese si no a la amiga de la hermana de Max, una mujer falta de cariño, solitaria que ve en él un oasis en su triste vida; o la ex pareja de Lion, otra perdedora aprisionada en una vida que la hace infeliz, sin salida posible para huir de allí y empezar desde cero.

La fotografía de Vilmos Zsigmond y la banda sonora de Fred Myrow son claves en una muestra metafórica y pesimista sobre el inevitable fracaso de las relaciones humanas, aunque desgraciadamente, Schatzberg como cineasta no tenga una filmografía especialmente destacable, salvo, eso sí, THE PANIC IN NEEDLE PARK (1971), con Pacino de nuevo irremplazable.

Hacer de la completa marginalidad, pura reivindicación. Eso es este viaje homérico, una odisea que incluye prisiones, humor, y hasta una violación. 

La lección del maestro es tan seca como imponente: el sueño americano está, por último, paralizado, en medio de esos espantapájaros ignorados, pero de una más que sutil importancia.


***1/2


© Daniel Arana García de Leániz
Febrero 2014

miércoles, 22 de enero de 2014

Memories (Leonard Cohen, "Recuerdos", 1977)

Dos versiones -con mi propia traducción- de una de mis canciones preferidas de Leonard Cohen, una, la original a manos del genio loco Spector, y otra, en directo dos años después. Cohen habla de recuerdos de su juventud, con esa mención al Jezabel, de Laine; esos bailes en gimnasios y la eterna banda que toca para los que quedan, bailando apretados. Son, en efecto, recuerdos.



Frankie Laine cantaba Jezabel
Yo prendí una Cruz de Hierro en mi solapa
Caminé hacia la chica más alta y más rubia
Y le dije, “mira, aún no me conoces, pero pronto lo harás”
Así que ¿por qué no dejarme ver?
¿Por qué no dejarme ver?
¿Por qué no dejarme ver
Tu cuerpo desnudo?

Sólo llévame bailando hacia lo más oscuro del gimnasio
Tendrás muchas posibilidades de poder hacer cosas 
Sé que estás hambriento, lo noto en tu voz
Y hay muchas partes mías por tocar,
Ah, pero no podrás ver
Me dijo, “no podrás ver”
Me dijo, “no podrás ver
Mi cuerpo desnudo”

Así que estamos bailando muy apretados, la banda toca “Stardust”
Globos y serpentinas flotan sobre nuestras cabezas,
Y dice ella, “tienes un minuto para enamorarte”,
En momentos solemnes como éste he depositado toda mi confianza
Y toda mi fe para ver
Dije, “toda mi fe para ver”
Dije, “toda mi fe para ver
Su cuerpo desnudo”



martes, 5 de noviembre de 2013

Death Wish, una novela de Brian Garfield

Hoy más recordada por su versión cinematográfica que por la novela original, existe una obra extraordinariamente escrita, y que define muy bien la idea de muerte en la novelística de los setenta: Death Wish, escrita por Brian Garfield en 1972.
         Paul Benjamin es un contable cuya ideología liberal y pacifista se desmorona al ser su mujer asesinada por unos maleantes y quedar su hija en estado vegetativo. Toma una dura decisión: dar con los criminales y ajusticiarlos, limpiando de paso la ciudad de lo él considera malo, sobrante.
         Pero la muerte aquí, que acaece por estrictos motivos de venganza, está lejos de ser glorificada. Death Wish es una novela psico-sociológica de contenido mucho más profundo que su versión al cine. Benjamin no llega a tomar una decisión violenta hasta pasadas las tres cuartas partes de la novela, pero toda su disquisición al respecto da una imagen totalmente contraria del disneyficado Nueva York que ha llegado a ser esta ciudad.
         El mensaje es tan claro como terrible: ¿cómo podemos hacer frente a la violencia cuando somos víctimas de ésta?, ¿cómo respondemos a nuestra propios impulsos violentos, y además, de dónde vienen?, ¿cómo administra justicia un tipo corriente? 
         Con la sociedad norteamericana del momento -dividida entre la paranoia y la culpa, el miedo y la rabia- Paul Benjamin es el nexo moral entre todas ellas. Alguien, acaso, que quiere creer en la democracia a nivel conceptual, pero no sabe cómo vivir en el mundo real.
         Benjamin olvida el utilitarismo benthamiano sobre la ley como correctivo, incluso del castigo como mecanismo que evite el dolor y produzca placeres[1]. Benjamin ya tiene un futuro lleno de dolor y carente de goce, Benjamin se autodestruye mientras lo hace, a su vez, con los delincuentes. Todo comienza despacio:
Those things happened but they happened anonymously; there was no real feeling of human violence to them. Now he had to get used to an entire new universe of reality.[2]
         Es Death Wish una de las más profundas y lúcidas exploraciones de las ramificaciones morales, emocionales y psicológicas de la violencia y de la muerte, desde la perspectiva de víctima y agresor por igual. En este caso y ahí reside su complejidad, son la misma persona, y la novela, en su mayor parte, se ocupa precisamente de cómo oscila Paul Benjamin hacia un lado u otro: now he found himself searching every face for signs of violence.[3]
         En definitiva, resulta notable, y triste, cómo el mundo que Paul ve y el que nosotros, como lectores/espectadores vemos, se convierte cada vez en uno más amenazante, lo que permite a nuestros peores temores, prejuicios e incertidumbres manifestarse con claridad paranoide: the
body rotted, the mind deteriorated; only the demons of subconscious fantasies thrived.[4]
         El problema, el verdadero problema de la oleada terrorífica en la que se ve envuelto ese hombre gris, típicamente americano, es, precisamente, que Paul es absolutamente consciente de que ha cambiado, y de que la violencia, enmarcada en su exacerbado vigilantismo, es sólo eso: violencia. No es el remedio, sino el más penoso empeoramiento de una enfermedad llamada delincuencia. Y Paul, aquel pacifista, es ya únicamente un sociópata irremediable.  


© Texto y traducciones del original: Daniel Arana García de Leániz
Noviembre 2013



[1] DUCHESNEAU, François. «Jérémie Bentham : la morale utilitariste » en François Chatelet (ed). 1973. Histoire de la Philosophie: La Philosophie du Monde Scientifique et Industriel (1860-1940). Paris : Hachette, pp. 125-129
[2] GARFIELD, Brian. (1972) 1982. Death Wish. London : Coronet, p. 56
(Aquellas cosas sucedieron, pero sucedieron anónimamente; no había ningún verdadero sentimiento de violencia humana hacia ellos. Ahora tenía que acostumbrarse a todo un nuevo universo de la realidad)
[3] Ibíd., p. 58
(Ahora se encontraba a sí mismo escrutando cada rostro en busca de señales de violencia)
[4] Ibíd., p. 64
(Con el cuerpo podrido y la mente deteriorada, sólo los demonios de las fantasías subconscientes prosperaron)

jueves, 17 de octubre de 2013

Murders in the Rue Morgue (Gordon Hessler, 1971)

El cuarto film de Gordon Hessler para la AIP sería la última entrada en la segunda serie de “adaptaciones” de la obra de Edgar Allan Poe. En este caso se trataría de “Murders in the Rue Morgue”, cuento publicado en 1841, considerado como el primer relato de detectives de la historia de la literatura. Como en casi todas las adaptaciones de la obra de Poe realizadas por la AIP, es muy poco lo que se recoge del cuento original. En este caso además del título, lo que el guionista Christopher Wicking hace es situar la acción alrededor de una producción teatral que adapta la obra de Poe, la cual se convierte en el blanco de un misterioso y vengativo hombre desfigurado el cual fue enterrado vivo. 

Según Hessler, la razón por la cual se desarrolló la historia de ese modo, fue debido a que ya existía una adaptación cinematográfica del cuento (protagonizada en 1932 por Bela Lugosi), por lo cual todo el mundo ya sabía cómo terminaba la historia. 

Así las cosas, “Murders in the Rue Morgue” (1971) –competentemente protagonizado por  Herbert Lom, Adolfo Celi o Christine Kauffman, y no tanto por un Jason Robards que seguía hundido en su alcoholismo y realiza una hierática y aburrida interpretación- es más bien una adaptación de “El Fantasma de la Ópera”, de Leroux, pero con la habitual complejidad de los films dirigidos por Hessler, cuya predilección por el montaje onírico y pesadillesco –que había mostrado ya en obras anteriores como “Scream and scream again” o “The Oblong Box”- le convierten en un director más que peculiar de su época.

Con un reparto internacional bien llamativo -se trata de una coproducción, por lo que encontramos americanos como Robards, italianos como Celi, alemanes como la bellísima Maria Perschy o españoles como Rafael Hernández- la historia empieza sin demora, por, suponemos, aprovechar el metraje para el que había presupuesto:

Cesar Charron (Jason Robards), es el director de una compañía de teatro que se encuentra presentando la obra “Murders in the Rue Morgue”, de Edgar Allan Poe, en París. Mientras que la esposa de Charron y estrella de la compañía, Madeleine (Christine Kauffman) comienza a tener una serie de horribles pesadillas protagonizadas por un asesino enmascarado, algunos de los actores de la compañía empiezan a ser asesinados sin razón aparente. ¿Cuál será la razón de estos asesinatos y que conexión tienen con las pesadillas de Madeleine?

No hablamos, qué duda cabe, de una obra maestra del cine de terror de los 70, pero sí de un producto honrado, a la altura de otros trabajos producidos por la AIP, donde destacan con luz propia los personajes de Lom y Celi, y especialmente el aire onírico que pretende darle Hessler a la historia, insertando un sueño que se repetirá una y otra vez, donde en cada ocasión se presenta una nueva pieza del rompecabezas. En ese sentido, la pesadilla que experimenta la protagonista resulta efectiva, donde un misterioso hombre enmascarado sostiene un hacha sobre la cabeza de Madeleine.

Hessler deberá ser reivindicado en algún momento como ese más que interesante e inteligente artesano del fantástico que fue.



***

© Daniel Arana García de Leániz
Octubre 2013


miércoles, 26 de junio de 2013

Recuerdo de Plinio

Entre 1953 y 1985, Francisco García Pavón escribe ocho novelas largas, cuatro cortas y diecinueve relatos protagonizados por el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso (GMT) en los que se enfrenta a las diversas variantes delictivas de lo cotidiano. El escritor ruraliza al detective y lo dota de un doctor Watson que es veterinario: Don Lotario, que, entre el homenaje y la parodia sirve -como todos los doctores Watson, desde el cronista de Dupin al Biscuter de Carvalho, por citar otro español- para dialogar el personaje, efectuar las notarías de sus peripecias y representar al lector en el interior de la trama.  

Con estos elementos y convirtiendo el pueblo de Tomelloso en su zona de experimentación particular, descompone eso que la religión denomina el Mal en múltiples males menores para demostrarnos que forman parte de todos nosotros: la envidia que corrompe, la miseria contagiosa, la decisión de matar, el secuestro como última forma de la atracción, la mezquindad en sus múltiples transformaciones. Son resueltos, así, eficazmente todo tipo de casos que se presentan en la localidad manchega y alrededores, desde asesinatos a robos de jamones.  

Manuel González, alias Plinio, es un tipo cachazudo y tranquilo, con una sensibilidad oculta pero viva que es su mejor baza para resolver unos asuntos a los que se enfrenta más con su intuición, sus pálpitos, que con las habilidades deductivas consuetudinarias en los protagonistas de esta calaña literaria. Profundo conocedor de su gente, de la gente -de hecho termina siendo reclamado por Madrid en Las hermanas coloradas para resolver un caso-, templado y sin embargo curioso, coincide con Holmes en la necesidad del crimen como desafío intelectual y se hunde en el aburrimiento en época de sequía delictiva (aunque sin necesidad de drogas para su combate). 
Con su vocación para profundizar en las motivaciones, constituye un estereotipo opuesto al tipo duro norteamericano, pero es capaz de compartir con dichos héroes una concepción moral que no tiene por qué coincidir con la establecida. Plinio conoce la naturaleza humana y sus periplos por el mundo entero sin salir de su pueblo. 

Su lenguaje itinerante recoge, con un oído excepcional, los lenguajes de la gente de la calle, de sus vecinos, acercándonos obscenamente al delincuente y a su opuesto, sentándolos a nuestra mesa, igualándolos a fuerza de humanizar sus retratos.
Así, García Pavón enfoca el género conocido como novela policíaca como una mezcla de lo estrictamente policíaco con elementos costumbristas y crítica social hasta donde era posible en la época. Eso le da pues un particular lugar en la historia de la novela negra española, gracias a la inmensa prosa de su autor, que utilizará en sus narraciones el mejor castellano que conoce.

Imprescindible, tras la lectura, asomarse a la serie de ocho capítulos que protagonizaran dos espectaculares Antonio Casal y Alfonso del Real en el papel de los detectives (ver imagen 1), emitida por TVE en 1972, y recuperada por los autores de este blog. La novela negra, como todo buen género, es inmortal de por vida.


© Daniel Arana García de Leániz
Junio 2013

lunes, 24 de junio de 2013

ANOCHE SOÑÉ QUE VOLVÍA A MANDERLEY (o El Extraño Caso del Dr. MacGuffin)



El martirio que sufre Joan Fontaine en “Rebecca”, el sueño de Gregory Peck en “Spellbound”, el intento de envenenamiento de Ingrid Bergman en “Notorious”, el ataque de los pájaros a Tippi Hedren en “The Birds”, los terribles asesinatos de Janet Leigh, del espía Gromek, Karin Dor, o de la mujer de Blaney en “Psycho”, “Torn Curtain”, “Topaz” o “Frenzy”, respectivamente…son varias de las cuestiones que han quedado para el inconsciente colectivo en los que nos confesamos fanáticos de Alfred Hitchcock. 


Su obsesión por sexualidades malsanas, psicoanálisis, violencia, la mentira…todo ello hace de su cine algo mágico, que no envejece; películas en su haber que ganan con cada visionado. En fin, estamos ante uno de los genios eternos de la cinematografía.


De Alfred Hitchcock poco puedo decir que no sea conocido. Nació en 1899 en Inglaterra y moriría en Estados Unidos en 1980. Su estricta educación católica, su relación freudiana con su madre, y si esto lo unimos a su aspecto, hicieron de él un niño tímido y apocado, rasgos que le acompañarían el resto de su vida. Tras morir su padre, tuvo que comenzar a trabajar en una compañía de telégrafos, aunque la pasión por el cine ya había comenzado. En poco tiempo y con pocos trabajos realizados se convertiría en todo un símbolo del cine británico. En 1937 se trasladaría a Estados Unidos y comenzaría el mito. Eterno candidato a los premios Oscar, nunca ganaría ninguno, excepto el honorífico en 1968.


Genio que, como todos los que ha habido a lo largo del siglo, también cometió sus errores: entre ellos, destacaría su un tanto infantil y maniquea visión de la Guerra Fría –“Torn Curtain” y “Topaz” pecan a veces de dicha visión, irremediablemente- su en ocasiones incomprensible tendencia al “miscasting” –casos flagrantes como el de Sean Connery en “Marnie” o Frederick Stafford en “Topaz”, la tantas veces injustamente vilipendiada película del maestro- o, desde luego, un desaforado uso de la transparencia.


El director francés François Truffaut comentará: “Observando el trabajo de Hitchcock se da uno cuenta de que a todo lo largo de su carrera ha intentado construir films en los que cada momento fuese un momento privilegiado, films, como dice él, sin agujeros ni manchas (…) en cada película de Hitchcock se observa que cada una de las escenas son privilegiadas, dos escenas de suspenso no pueden ser separadas por una corriente, (…) Hitchcock tiene horror a lo corriente. El Maestro del suspense es también el de lo anormal” (El cine según Hitchcock, Madrid: Alianza editorial, 1974, p. 12).


Actualmente, cuando el cine se ha ido degradando, con honrosas excepciones, hasta lo banal, carente de ideas, y en un momento en el que cualquier insensatez se supervalora ad nauseam, no nos queda más que seguir reivindicando a un Maestro con mayúsculas, uno de esos pocos directores de los que prácticamente todo el mundo ha visto alguna de sus películas, o conoce a la perfección alguna de sus secuencias.


Para nosotros, hoy y siempre, Hitchcock.


© Daniel Arana García de Leániz
Junio 2013