Este micro-relato me hizo ganar un concurso de escritura que organizaban varias escuelas. Tenía doce años aún y pensaba que la escritura era un hobby. Hoy sé, sabemos, que es también una forma de vida.
Daniel García: "Como en lo más aterrador de un Poe o de un Lovecraft", 2001
La calle es negra otra vez, ha vuelto a hacerse de noche…de hecho, recuérdalo, siempre salías de noche.
Adornado
el cielo con su cinta de estrellas apenas visibles, te invade un
sentimiento de reticencia, ignorando a los falsos hombres vestidos con
chaquetas largas y holgadas, y sombreros de alas anchas, y las no menos
postizas mujeres con faldas ceñidas y blusas iridiscentes. Parecen
maniquíes a la luz de la idiotizante luna.
En la manzana
siguiente una luz fantasmal gira en torbellino a lo largo de una
saliente alta y no pareces temerla en absoluto. Recalquemos, querida,
“fantasmal”. Es sencillamente como si algo se moviese por las diez mil
lámparas de la vieja marquesina de un teatro, animando los viejos y
secos filamentos en un resplandor desordenado, inquieto.
Oyes tu corazón latir desapasionadamente y parece repetir tu nombre: Melissa, Melissa…
Del
otro lado de la calle, la más ancha, pero más arriba, se ven, apenas,
unos anuncios rectangulares de lóbregos colores que se oscurecen y
brillan irregularmente, pareces recordar al del Motel Bates, en la peli
de Hitchcock. Sí, eso es, como si los vuelos de unos murciélagos
gigantescos ocultaran casi completamente unos tableros luminosos. En un
piso alto, junto a las indecisas estrellas, una pequeña ventana derrama
una luz amarilla.
Habías vuelto a Ávila la semana pasada
movida como por una sensación extraña, en realidad, no vas a heredar
nada de tu tío abuelo pues los seres con los que se relacionaba son los
que están a cargo en verdad de todas sus propiedades. Pero te han vuelto
a asaltar aquellos sueños desde hace seis años, desde que acabó todo.
En
esos sueños hay explosiones, gritos, sufrimiento implícito en imágenes
distorsionadas y oscuras, como un celuloide macabro que te resta horas
de descanso día tras día, mes tras mes…y reconoces lo desfavorecida que
te encuentras desde esa falta de sueño.
Suena algo. No es
una música bella, pero tampoco desagrada. Y entras dentro de la casa,
aparentemente vacía, donde lo has oído la primera vez. Y también la
segunda, y la tercera.
Cierras la puerta detrás de ti y te
adelantas aplastando hojas muertas, frunciendo la nariz ante el olor de
las malezas y el polvo. Encuentras, sorprendida, que los pasillos de la
casa están vacíos, las escaleras no tienen alfombra y los adornos en
las maderas son muy vulgares.
Segura de que no suena en
una de las más cercanas habitaciones a la entrada, en la que está a la
izquierda, pasas de largo para enterarte finalmente de que es la tercera
a la derecha. Ese es el camino y lo franqueas. Tienes un aspecto más
que mortecino, piensas, al verte en el viejo espejo que separa las dos
puertas.
Tiemblas, como poseída por alguna rara emoción, como si leyeses lo más aterrador de un Poe o de un Lovecraft.
Es
algo que permanece, sonoro, sin cesar, en una estantería
misteriosamente limpia. La única sin una mota de polvo de la casa. Y
sale de una cajita de música.
La abres, y sigues
temblando. Es lógico, sin saber lo que vas a encontrarte. Y por fin das
con la solución. Recuerdas entonces, ansiosa y presa de la histeria
aquellos bombardeos que pusieron final a la Tercera Gran Guerra. Lo
recuerdas especialmente cuando ves lo que contiene la cajita y entonces
sabes a la perfección por qué has ido a entrar justo allí.
Eres
tú la muñequita que se mueve al abrirla, y también la foto que hay en
el pequeño y rojizo fondo de la cajita. Sacas la foto, al menos como
puedes, pues la mano tiembla sin remisión. Hay algo escrito a mano
detrás:
Melissa Narros Rodrigo, abril de 1991-septiembre de 2016, DEP
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